El Cerro era el lugar elegido por la aristocracia de La Habana
La ciudad de La Habana en sus 500 años pasó de ser una ciudad amurallada a extenderse en la franja de extramuros y, a inicios de 1800, comenzó su ensanchamiento por el real camino que conducía a la entonces conocida región de Vueltabajo, hoy Pinar del Río, hacia la zona del Cerro.
Por supuesto, fue la aristocracia habanera de entonces que buscando otros espacios en los que emplear su riqueza, comenzó a erigir grandes casas quintas de paredes de canto, ladrillos o bloques de piedras sacadas de los arrecifes del litoral que eran transportadas en jornadas que se iniciaban con el amanecer en pesadas carretas tiradas por 4 y 6 bueyes.
Asociadas a esa fiebre de construcción se incrementaron los talleres de forja de hierro para la construcción principalmente de de rejas y todos los artilugios para los soportes de grandes portones y techos.
Se calcula que los pequeños cerros que pudieron dar nombre original a la zona desparecieron al ser explotados como canteras para las construcciones cercanas y de la ciudad.
Las residencias, al contar con terrenos espaciosos, muy diferente al enclaustramiento de la Habana Vieja -por lo general tenían una sola planta-, con jardín central y fuentes, de alto puntal de medio punto que asentaban vitrales, y hacia el interior las habitaciones daban al patio. Mientras que los jardines y portales que rodeaban el inmueble permitían batir las brisas que del norte refrescaban todo el inmueble.
Uno de los pioneros del poblamiento a finales de 1700, aunque un poco más al oeste de los entonces parajes boscosos del Cerro, en el camino a Guanajay, lo fue Don Jacinto Tomás Barreto y Pedroso, Conde de Casa, enriquecido con la trata de esclavos y que según cuenta la historia, era aficionado a la caza de esclavos prófugos para lo cual solía utilizar una jauría de perros especialmente entrenados que solían concluir las búsquedas despedazando a las víctimas.
Entre diluvios, príncipes y princesas
Era un hombre de gran estatura y fortaleza al que la horrible fama le antecedía por lo que cada vez que con su coche o cabalgadura tomaba por la calzada, los vecinos evitaban coincidir con él en las paradas que hacía en el trayecto hacia una de sus haciendas al borde del Río Almendrares y algunos de sus afluentes, a 3 o 4 leguas del nuevo asentamiento en Puentes Grandes
Pero pocos días antes del 21 de junio de 1791, lo vieron transitar por última vez por el camino vecinal. Ese día según las versiones falleció repentinamente, a los 73 años de edad, en su hacienda durante un pavoroso huracán que azotó la región occidental de la Isla y que pasó a la historia como el temporal de Barreto.
Los encargados de las honras fúnebres, lo tendieron en un lujoso ataúd escoltados con candelabros de plata y esperaron infructuosamente que amainaran las lluvias para trasladar el cadáver hacia la ciudad.
Pero el diluvio hizo que el Río Almendares aumentara su caudal a un nivel nunca visto e irrumpiera como tromba en la sala y se llevara a un lugar incierto los restos del difunto, quien dejaría tras de sí no pocas leyendas sobre tesoros escondidos, y crímenes cometidos en sus numerosas propiedades, en especial en el llamado Monte Barreto, donde no pocos a través de los siglos se aventuraron a excavar para dar con sus tesoros.
En el Cerro se alojaron ilustres personajes
Bien entrado el siglo XIX, el Cerro se convirtió en la indiscutible zona residencial de los ricos habaneros, a un nivel que sus palacios podían acoger a la nobleza de la época como fue el caso del príncipe ruso e hijo del zar Alejo Alexandrovich, que visitó La Habana y Matanzas en marzo de 1872 a bordo de una flotilla de guerra y declarado Huésped de Honor del Ayuntamiento de la capital.
Se alojó en la Quinta de Santovenia, del conde de igual nombre, palacio considerado como uno de los más lujosos y espaciosos de esos tiempos.
Fue construido con mármoles italianos, maderas preciosas de la Isla, exquisitas rejas trabajadas, con espaciosas habitaciones para decenas de invitados y rodeado de bellos jardines.
Durante su estancia el príncipe ruso admiró la belleza de la campiña de la región que entusiasmó a su comitiva de oficiales cosacos que pernoctaban huyéndole al calor en los espaciosos portales y quienes a pesar de los pesados uniformes de lana, y tocados con el tradicional gorro de piel ruso, se enfrentaban al sol inclemente del trópico acompañando al ilustre visitante en sus coches por la avenida del Cerro.
Es muy posible que la Quinta Santovenia en el siglo XIX sea el palacio que más representantes de la nobleza mundial haya recibido en Cuba.
Actualmente la gran edificación por suerte es una de las pocas de su tipo más conservadas de la zona y sirve de asilo de ancianos atendido por la iglesia católica.
La fiesta del siglo fue en el Cerro
Aunque otra edificación, el palacio de los Condes de Fernandina en Calzada del Cerro esquina a Santa Teresa, haría historia agasajando a testas coronadas en mayo de 1893 durante visita a La Habana de la princesa española María Eulalia de Borbón a la que le prodigaron, lo que algunos calificaron como la fiesta del siglo.
El festejo reunió desde el Capitán General de la Isla hasta el último hacendado interesado en agraciar a la corte española, lo que provocó la más larga hileras de coches que se recuerda en la capital que se extendía por más de un kilometro a un costado de la avenida principal.
Los Condes de Fernandina no escatimaron en los mejores manjares, en el champán francés, los más famosos músicos, y en la exquisita iluminación con centenares de velas y novísimas lámparas de gas que hacían relucir los brillos tornasolados de los vestidos de seda elaborados para esa ocasión que lucían las distinguidas damas habaneras y el éxito fue rotundo.
Posteriormente, la princesa española al referirse a la fiesta escribió:“La Habana es una ciudad rica, espléndida, galante, hecha al derroche, a la suntuosidad y al lujo, a las elegancias europeas y al señorío criollo”.
Pero el elegante gesto le paso factura al menguado capital de los Condes de Fernandina, de los que se dice desde entonces entraron en una crisis económica que no pudieron sobreponerse y su palacio derivaría años más tarde en alojar una institución médica, función que mantiene en la actualidad como hospital pediátrico de la comunidad.
Probablemente esa velada sería el hecho social que marcaría un antes y un después del esplendor de las villas señoriales del Cerro, cuando a finales del siglo XIX y principios del XX, la aristocracia habanera, por el desarrollo urbano popular, la concentración de industrias y la incipiente contaminación del entorno, comenzó a emigrar hacia El Vedado.
La nueva zona de moda estaba abierta a las brisas del mar y diseñada en cuadriculas perfectas con calles y avenidas enumeradas y en orden alfabético, que en los próximos decenios se poblaron de palacetes generalmente de inspiración neo clásica.
Atrás quedaron en el Cerro las Casas Quintas que en su mayoría asumieron otros destinos, como fundaciones religiosas, de salud, casas comerciales o instituciones sociales de diversos tipos que tuvieron mejor destino y por lo menos muchas llegaron a nuestros días.
Mientras otras residencias se convirtieron por la especulación inmobiliaria y las necesidades de las clases populares en casas familiares o solares que con el paso del tiempo y la desidia las transformaron por completo o hicieron desaparecer.
Menos de un siglo duró el Cerro como lugar predilecto de los poderosos, pero también en ese tiempo y durante todo el siglo XX se fue asentando una fuerte tradición socio cultural de religiosidad popular, expresiones musicales autóctonas cimentadas por los sectores humildes del barrio como valores intangibles de la nación y que difuminan en la bruma de los tiempos los recuerdos del inicio de la historia, cuando un cruel señor feudal se paseaba amenazante por las calles del Cerro con su jauría de perros asesinos de negros esclavos.