Historias: La Fuente de la India o la Noble Habana

Como en los cuentos fantásticos, llegada en el año 1837 en un barco desde Italia, nuestra Fuente de La India, matizada por curiosos sucesos desde la misma noche antes de su inauguración, cuando sopló un fuerte viento que derribando varios árboles y casas de madera, no causó daño alguno a la delgada tela que la cubría.
Así mismo un tabaquero local inspirado en su fiesta de inauguración, hubo de costarle su apasionado soneto un encarcelamiento, sin que se supiera nunca más de él: Mirad la Habana ahí color de nieve/ Gentil indiana de estructura fina/ Dominando una fuente de agua cristalina/ Sentada en torno de alabastro breve (…)/ Empero eres como el mármol frío/ Sin alma, sin color, sin sentimiento/ hecha a los golpes, como el mármol duro.
Otros poetas cantaron al hermoso símbolo de nuestra tierra, como la oda publicada en el Diario de La Habana el 25 de mayo de 1840 - La nueva Alameda –de José Antonio Melgarejo donde exponía: ¡Oh! fuente… pura y divina/ en ti se mira la gloria/ en ti a saber una historia/ el hombre jamás atina (…)
Cuando se habla de La Habana, aparece siempre como símbolo o emblema peculiar que nos distingue de las demás ciudades de América, La Fuente de la India o de La Noble Habana, asentada en medio de uno de los barrios más populosos de nuestra capital, justo en la calle Dragones entre el Paseo del Prado y la Calzada de Reina, hoy Plaza de la Fraternidad.
Esbozada por el coronel Martínez de Pinillo, a quien se conocía con el ilustre nombre de Conde de Villanueva, como una de las primeras obras públicas que se gestaron para adornar la entonces incipiente villa de San Cristóbal de La Habana, ha sido testigo de su desarrollo arquitectónico.
Hermana de cuna de la fuente del parque de San Francisco o de los Leones del Paseo del Prado, fue construida por el escultor italiano Giuseppe Gaggini, para lo cual utilizó el mejor mármol de Carrara.
Nacida en tierra extranjera, donde el conocimiento de nuestra raza indígena llegara distorsionado, el excelente escultor cometió el error de darle un perfil griego a nuestra reina tropical; aun así, y de que según los entendidos, sus piernas no alcanzan la morbidez necesaria, es ella una digna representante de las primeras mujeres que adornaran nuestro suelo.
No solo incoherencias pueden señalarse al artista, que acertó a colocar en la cabeza de la gallarda joven india un turbante de plumas muy parecidas a las de la sayuela que ciñe en la cintura, un carcaj lleno de flechas al hombro izquierdo, del que solo queda la correa que la sostiene, cruzando el pecho entre los senos desnudos.
Con la mano derecha sostiene el extremo superior de un escudo oval, que ostenta los símbolos de la ciudad en su primera concepción, razón por la cual recibe el nombre de La Noble Habana.
En la mano izquierda lleva la cornucopia de Amaltea, en la que el autor sustituyó uvas y manzanas por frutos cubanos, coronados por una piña. Su imagen es resaltada por un pedestal adornado por laureles y guirnaldas que sostienen cuatro enormes de delfines.
Curioso también es el hecho de que no estuvo desde el primer momento en su lugar actual, su primera ubicación fue al final de la Alameda de extramuros, hoy Paseo del Prado. Posteriormente en 1863, se trasladó a su posición actual, pero mirando al occidente.
En ese mismo año se coloca en el Parque Central y en 1875 se devuelve al sitio que hoy ocupa, pero esta vez mirando definitivamente al oriente, donde en aquel entonces estuviera la entrada de la ciudad.
No obstante el tiempo, y las múltiples generaciones que han desgastado sus mármoles, esta hermosa estatua vive envuelta en nuestra cotidianeidad, sin perder su vigencia y simbolizando desde siempre la perseverancia y hermosura de la sangre indígena, parte indiscutible de este “ajiaco criollo” como dijera el Dr. Fernando Ortiz, que es el mejor ejemplo de nuestra identidad.